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miércoles, 5 de enero de 2011

FELIZ Y DESCANSADO AÑO

      Estrenamos año. Ciertamente, cualquier momento de nuestra vida es adecuado para un nuevo comienzo, pero parece que un año que se inicia tiene una carga simbólica que incita a muchos de nosotros a hacer propósitos que nos permitan cambiar de dirección (y a veces casi diría que de identidad, porque queremos ser algo que apenas se parezca a lo que somos ahora). Entonces nos ponemos como locos a ello, nos compramos agendas con recordatorios diarios, escribimos los cambios que tenemos que hacer y nos comprometemos a trabajar mucho para lograrlos. Casi todos hemos experimentado este tipo de acelerón en estas fechas.

      No estoy en contra de ningún ritual y este es uno de ellos. Respeto profundamente a quienes eligen este camino o cualquier otro, porque todos se dirigen al mismo destino. Pero se me ocurre que este año estaría bien suprimir toda esta parafernalia del esfuerzo. Esto es sólo una sugerencia válida para mi y quizás para alguna que otra personita que, como yo, se haya vuelto un poco vaga de tanto intentar trabajarse para cambiar, llegando a la conclusión de que tanta lucha convierte la vida en un campo de batalla.

      ¿Realmente es necesario poner tanta tensión en todo? No sólo en lo que se hace sino también en lo que se siente, porque tampoco se permite al sentimiento ser como es; se disfraza, se enmascara o incluso se suprime. Estoy convencida de que es mucho menos dañino sentir odio que tratar de reprimirlo. Porque si se siente, se puede hacer algo al respecto, pero reprimiéndolo sólo se crea congestión y malestar. Permitirme sentir ya me ha demostrado en varias ocasiones que es la única forma de integrar el sentimiento. Sólo tocando fondo en el odio se puede sentir amor, igual que sólo es posible descubrir la alegria sintiendo totalmente la tristeza cuando se presenta.

      Sólo aceptando que alguien te cae mal puedes llegar a conectar con sus cualidades. Sólo siendo íntegro, es decir, entero, con todos tus componentes libres de expresarse, sin compartimentos cerrados, se puede disfrutar del hecho de estar vivo. Es fácil imaginar la vida sin fardos a la espalda, sin partes de uno mismo cerradas con llave que impiden el libre tránsito por el propio ser, sin barricadas interiores, con el cuerpo, las emociones y la mente totalmente abiertos a la vida y al espíritu. Se podría suponer que esta vivencia no corresponde a nuestra dimensión, pero no es así. Por el contrario, creo que estamos aquí justamente para eso, para expresar en la materia la divinidad que somos, y no puedo imaginar a la divinidad llena de culpa, miedo y agobio, sino inocente, gozosa y libre.

      Cuando nos aceptamos plenamente tal como somos y nos amamos sin condiciones nos cuidamos y respetamos en todos los sentidos. Entonces, ni siquiera pasa por la mente la idea de hacer daño a otro. Al contrario, amar, respetar y apoyar todo lo que nos rodea se convierte en la expresión espontánea de nuestra plenitud sin obligarse a ello para ser “buen@”. Y no es necesario estar en el último grado de esta plenitud, es decir, iluminado y consciente de la unidad de todo lo que existe. Aún con muchas cosas por resolver, con emociones que no acaban de clarificarse y aceptarse y con todo tipo de apegos, la actitud amorosa hacia uno mismo produce ese mismo efecto hacia los demás. Lo único necesario es ser conscientes de que dentro de nosotros está todo lo que necesitamos para curarnos, cuidarnos, ser felices y, desde ahí, extenderlo al mundo para compartirlo.

      Para pasar de la teoría a la práctica, si estás en mi onda te sugiero que imagines que recibes una carta del Universo pidiéndote que te ames, ya que ha observado que en el conjunto de luces que somos todas las criaturas, la tuya se ve un poco apagada. Pero no te anima a que saques el trapo y el detergente y te pongas a trabajar para “limpiarte”, sino a que, para probar, independientemente de lo “buena” o “mala” persona que te consideres, pases una semana preguntándote en cada momento: ¿como me siento? ¿qué podría hacerme feliz en este momento?, y que hagas todo lo que esté en tu mano para proporcionártelo. Es una propuesta sugerente, una especie de vacaciones emocionales en las que todo está permitido: mirar hacia dentro sin miedo y sin censura, sentir lo que sientas sin contenerlo, sea rabia, miedo, envidia u odio; escucharte de verdad y, por supuesto, darte cualquier capricho. Vale la pena intentarlo, sobre todo si hasta ahora te has pasado media vida juzgándote y la otra media tratando de imponerte tareas para cambiarte. ¿Por qué no probar a ver que pasa cuando te aceptas, te amas y te cuidas tal como eres en este preciso momento?  Intuyo que puede ser una maravilla.


Carmen